Héctor Arobio está convencido. Argentina estaba por ganar la guerra. Pero hubo una amenaza nuclear en el medio que obligó a deponer las armas. “Fue el momento más duro de todos. Tener que entregar nuestro fusil al enemigo. Dos días más y ellos perdían. Dos días más…”
Arobio tiene hoy 58 años. Vive en Concepción con su esposa Liliana, su novia de siempre, la que lo esperó durante meses rezando para que volviera con vida. Tiene cuatro hijos a los que, a pesar del tiempo que pasó, todavía le cuesta contarles todo lo que vivió. “Hay cosas sobre las que no puedo hablar”, dice el hombre vestido con su traje de fajina camuflado. Tiene en el bolsillo una medalla que le dio el Congreso. Y atrás de él, en un aparador, la gorra de Infante de Marina, y una boina negra.
Qué iba a saber Arobio que cuando le tocó hacer el servicio militar iba a terminar en esas islas, en el sur del país, ofreciendo su vida por un pedazo de tierra argentina. Lo habían destinado al BIM 3, en La Plata. Y un día antes del 2 de abril de 1982 lo “acuartelaron”. “No sabíamos qué pasaba. No teníamos ningún tipo de información”, recuerda. Durante todo el relato mantendrá los ojos hinchados y húmedos. Hoy, después de 33 años de trabajar en la Municipalidad de Concepción, atiende su propia librería. “Me entretengo. Tengo que tener la cabeza en otra parte. Paso 20 horas al día despierto. Y en lo poco que duermo, todavía sueño con Malvinas…”
Arobio llegó a las Islas el 19 de abril. Desde El Palomar lo habían llevado en un Hércules hasta Río Grande. En el trayecto desde el escuadrón hasta el aeropuerto recuerda que la gente gritaba “Viva la patria”, con banderas argentinas. Él los veía por un agujero de la lona rota del camión que los trasladaba. No entendía qué pasaba. Nadie les había dicho que la guerra había comenzado.
Lo destinaron a Puerto Borbón. Ahí estaba la segunda pista de aterrizaje argentina, en la que los aviones debían recargar combustible. “Nos habían dado algo de ropa, los botines, el FAL, municiones y unas latas con mondongo”, rememora. Nacido y criado en Tucumán, el clima fue su primer enemigo. “El frío era tremendo, y el garrotillo. Amanecíamos con 40 centímetros de agua, y nosotros tirados en el pasto para resguardar la posición”, explica. El 20 de mayo tuvo su bautismo de fuego. Desde el mar, la flota británica comenzó a bombardear la pista de aterrizaje. Y los soldados enemigos intentaron tomar las instalaciones. Llegaron desde la montaña. Ellos habían minado la playa. “Era de noche, y el primer bombazo me dio miedo. Pero no había tiempo de nada. Recibíamos las órdenes y empezamos a luchar”.
“Era extraño cómo avanzaban los ingleses. Corrían parados, gritando… Con las luces de las bengalas eran blanco fácil”. Fue la primera victoria. Los enemigos debieron replegarse y volver al barco después de varias horas de batalla. Nadie dormía. “Era cabecear 20 minutos, parado, sentado. No había tiempo de descansar”. Para peor, las pocas provisiones que tenían comenzaron a acabarse. “Después nos enteramos de que en Argentina hacían colectas para nosotros, pero no nos llegó nada”, afirma.
“Los ingleses nos tiraban todo el tiempo. Quisieron volver a desembarcar, y no los dejamos. Era pelea en todo momento”, explica. Arobio cuenta una anécdota que lo llena de alegría. Desde la base en Puerto Borbón, ellos pasaban las coordenadas de los buques enemigos para que los aviones que despegaban de Río Grande pudieran atacarlos. Pero las comunicaciones eran interceptadas por Chile, que a su vez se las pasaba a los ingleses. “Cuando los aviones llegaban, los buques ya habían cambiado de posición. Era desesperante”, admite. “Nos miramos entre nosotros. Había salteños, correntinos, tucumanos, cordobeses y santiagueños. Y algunos correntinos hablaban guaraní. Empezamos a pasar los mensajes en ese idioma, pero los chilenos los descubrieron igual. Hasta que los santiagueños comenzaron a hablar en quichua. Y ahí sí ganamos. No entendían nada. Fue impresionante. Así se pudo atacar varios buques”, dice orgulloso.
Así transcurrieron sus días, hasta que llegó la orden. Había que rendirse. “Nosotros no queríamos. Queríamos seguir peleando. Nos iban a sacar muertos de ahí. Pero nos obligaron. Veíamos a nuestros compañeros de Darwin que peleaban cuerpo a cuerpo. Se habían quedado sin municiones. Los masacraron y nosotros no podíamos hacer nada”, relata. El 17 de junio, junto a sus compañeros, lo tomaron preso. Y los primeros tres días los obligaron a hacer lo peor que les podían ordenar. “Tuvimos que juntar los pedazos de nuestros amigos, arrastrar los cuerpos y enterrarlos. No le deseo a nadie eso”, asegura. Los primeros 15 días después de la rendición estuvo preso en San Carlos. Y luego lo subieron a un barco, a mar abierto, y allí, en la bodega, estuvo otros 15 días. El 17 de julio los hicieron bajar en Puerto Madryn y los liberaron. La guerra para ellos, había terminado.
“Tengo la suerte de contar lo que pasó, pero hay muchos que quedaron allá. Tengo una familia que me contiene, pero yo sobrevivo todos los días. No vamos a olvidar nunca lo que nos pasó y no nos merecemos este abandono. Tenemos a Argentina en nuestro corazón. Se acuerdan de nosotros sólo el 2 de abril, pero nosotros vivimos antes y después de ese día. Somos historia viva y tenemos que estar mendigando una obra social. Voy a las escuelas y hablo con los chicos como una forma de malvinizar. Que sepan lo que realmente pasó. Y que todo lo que hicimos sirva para algo”, dice. Hoy Arobio y todos los veteranos siguen peleando. Pero el enemigo ya no son los ingleses. Ahora son el olvido y el menosprecio. Sus heridas no cierran nunca.